Traer a la memoria el sacrificio de Matías Montero, que no fue el primero de los caídos de la Falange, pero sí el estudiante caído por antonomasia, es oportuno, y no sólo por la cercanía de la fecha de su muerte, sino por el ejemplo de vida que nos dejó, que la ignorancia pudiera desdibujar, dejando paso a las brumas del mito.
Matías Montero y Rodríguez de Trujillo, madrileño, de la quinta de 1913, había nacido en la calle de Carranza, segundo de tres hijos de unos padres prematuramente muertos: el padre, en 1918, la madre, en 1921, sólo cinco días después de que Matías recibiera su primera comunión. Ángela, la mayor de los tres, sobreviviría a la guerra; Fernando, el pequeño, moriría en 1943 de resultas de la enfermedad que contrajo en las ergástulas del Madrid rojo.
Matías y sus hermanos fueron acogidos y criados, no sin esfuerzo, por su abuela materna y por sus dos tías, solteras: Rosario y Rafaela Rodríguez de Trujillo, empleadas de la Telefónica, en el pisito en que vivían, en el 21 de la calle del Marqués de Urquijo. Huérfano, creció Matías taciturno, serio y reservado, cursando con empeño el Bachillerato en el colegio de los Sagrados Corazones, en el 91 de Martín de los Heros, que aún hoy sigue allí, con los afanes juveniles puestos en ser marino de guerra, siguiendo tradición familiar materna.
Frustrada la incipiente vocación naval por su patente miopía, se matriculó en la vieja facultad de Medicina de la calle de Atocha, que ocupaba el edificio que había sido Colegio de Cirugía de San Carlos. Y allí, estudiante aventajado, hombre de su tiempo, se afilió a la Federación Universitaria Escolar, la F.U.E., que se había fundado en 1927 y fue protagonista en las protestas contra la dictadura de Primo de Rivera y lo sería en el advenimiento de la II República. Al cabo, evidenciando que esta asociación distaba mucho de ser el movimiento estudiantil corporativo y profesional que proclamaba, se apartó y pidió la baja en sus registros. Lo hizo pocos días antes de aquél en que, llamado por la lectura del manifiesto de La Conquista del Estado, de Ramiro Ledesma, decidió darle su adhesión: el 9 de febrero de 1931, muy poco antes del triunfo republicano, tres años justos antes de su asesinato.
Enamorado de su carrera, hizo sus estudios con asiduidad, esfuerzo y éxito. Pronto entraría como alumno en la clínica que el profesor Olivares tenía en la propia facultad de San Carlos. Y fue acariciando la ilusión de, una vez licenciado, sentar plaza en el Cuerpo de Sanidad del Ejército de África, para, con los ingresos que de ello obtuviera, poder instalar una clínica especializada en Psiquiatría.
En octubre de 1933 iniciaba el que sería último curso de su carrera. El 29 estuvo en el teatro de la Comedia, oyó a José Antonio e inmediatamente se afilió a la Falange, como lo harían otros muchos de sus camaradas jonsistas. Pronto pasaría a formar parte de la redacción de “F.E.”: aquella ilusionante empresa editorial desde la que se sembraban ilusiones y, además de vocaciones falangistas, se cosechaban desprecios y balas. El joven redactor, siguiendo la huella del mismo José-Antonio, no se contentaría con plasmar en el papel sus inquietudes científicas o literarias; también participaría en su venta callejera, voceándolo donde la misión lo requiriera, asumiendo con ello un riesgo cierto.
Al regreso de una de esas giras de venta de “F.E.”, la noche del 9 de febrero de 1934, cayó Matías Montero bajo las balas de Francisco Tello Tortajada, del P.S.O.E., miembro del grupo “Vindicación”.
Su asesino, natural de Cosuenda, Zaragoza, nacido en 1898, escultor, presidente del Sindicato de Obreros Municipales de Madrid, fue condenado en el proceso que se le siguió. Pronto saldría de la cárcel, para actuar en la guerra civil en la Aviación Roja, en la escuadrilla Malraux y como Comisario Político. Al término de la guerra, huyó en el buque Ipanema y se estableció en Veracruz, México, donde moriría en 1966.
En “La rebelión de los estudiantes”, David Jato describe así lo ocurrido: “F.E.” se vendía por grupos, con objeto de protegerlo contra los ataques de los milicianos socialistas y comunistas. Cuando terminó la venta del número 6, en el que se relataban, precisamente, los sucesos de San Carlos -el asalto a la F.U.E. de Medicina, comentado por José Antonio el 2 de febrero, en el que se declaró que Falange podía hacer con sus muertos símbolo de enseñanza o escuela de sacrificio pero no convertirlos en efectos políticos desdeñables-, Matías Montero fue seguido por un pistolero, quien en la calle de Mendizábal le disparó tres tiros por la espalda y , ya caído, otro más a bocajarro”.
Dejó dicho Ángela Montero que unos minutos antes de su muerte, al despedirse de un amigo y vecino que le acompañaba, Matías, siempre corto de pesetas, le había pedido un cigarrillo. Y que el amigo, al ofrecerle su pitillera, le había respondido en broma estas palabras de las que nunca se consolaría: “-Toma, ¡y a ver si es el último que me pides!”. Al oír las detonaciones del pistolero, una joven que pasaba por la acera se desmayó, por lo que algunos transeúntes supusieron que se trataba de un crimen pasional. Un antiguo compañero suyo de colegio, que vivía en la calle de Mendizábal, oyó los disparos y reconoció la voz de Matías. Salió a escape para avisar a su antiguo profesor en los Sagrados Corazones, sacerdote, quien pudo llegar a la Casa de Socorro, a la que el moribundo había sido trasladado, y administrarle la extremaunción.
Enterado José Antonio, al volver de una cacería, de la muerte de su joven camarada, se juró a sí mismo acabar con los actos frívolos en su vida. Y en el momento de dar sepultura a su cadáver en la sacramental de Santa María, pronunció su Presente:
“Aquí tenemos, ya en tierra, a uno de nuestros mejores camaradas. Nos da la lección magnífica de su silencio. Otros, cómodamente, nos aconsejarán desde sus casas ser más animosos, más combativos, más duros en las represalias. Es muy fácil aconsejar. Pero Matías Montero no aconsejo ni habló: se limitó a salir a la calle a cumplir con su deber, aun sabiendo que probablemente en la calle le aguardaba la muerte. Lo sabía porque se lo tenían anunciado. Poco antes de morir dijo: “Sé que estoy amenazado de muerte, pero no me importa si es para bien de España y de la causa”. No pasó mucho tiempo sin que una bala le diera cabalmente en el corazón, donde se acrisolaba su amor a España y su amor a la Falange.
¡Hermano y camarada Matías Montero y Rodríguez de Trujillo! Gracias por tu ejemplo.
Que Dios te dé su eterno descanso y a nosotros nos niegue el descanso hasta que sepamos ganar para España la cosecha que siembra tu muerte.
Por última vez: Matías Montero y Rodríguez de Trujillo: ¡Presente!”
Según recogió “Arriba” el 21 de marzo de 1935, un año después, en Salamanca, haciendo memoria del martirio de Matías Montero, dijo José-Antonio que “no es sólo para nosotros una lección sobre el sentido de la muerte, sino sobre el sentido de la vida. ¿Recordáis –vosotros, los de la primera hora– una de las cosas con que se intentaba deprimimos? Se nos decía: “No triunfareis; para llevar adelante un movimiento como el vuestro hace falta contar con gente endurecida en grande; los españoles arriesgaron y dieron la vida.” Y por España y por la Falange dio Matías Montero la suya.
Buena piedra de toque es ésta para conocer la calidad de nuestro intento. Cuando dudemos, cuando desfallezcamos, cuando nos acometa el terror de si andaremos persiguiendo fantasmas, digamos: ¡No!; esto es grande, esto es verdadero, esto es fecundo; si no, no le hubiera ofrendado la vida –que él, como español, estimaba en su tremendo valor de eternidad– Matías Montero”.
Por Carmelo García Franco