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viernes, 12 de junio de 2015

SEMBLANZA SOBRE RAMIRO LEDESMA RAMOS

Por José María de Areilza Con Ramiro trabé amistad en Madrid, poco después de proclamada la República en el otoño de 1931. Dirigía él, entonces, un semanario o quincenario, llamado La Conquista del Estado, de signo nacionalista, sindical y autoritario con fuerte acento en la revolución social. El círculo donde se redactaba estaba situado en plena Gran Vía, creo que a la altura del número siete, que entonces se llamaba avenida de Eduardo Dato. Sus compañeros en la aventura eran Giménez Caballero, genial acuñador de tantas cosas, Bermúdez Cañete, Juan Aparicio, Souto Vilas, Emiliano Aguado y algunos más, brillante constelación de intelectos juveniles. Ramiro era un hombre en la treintena, no muy alto, de aspecto fornido, recio, de cara pálida, nariz prominente, barbilla afirmativa, frente despejada, pelo abundante castaño oscuro y una mirada gris acerada, profunda e inquisitiva, como de hombre sumido en reflexión; atento a la meditación interior. Cooperaba a esa sensación su sordera bastante acentuada, que ponía un punto de interrogante perenne a su rostro cuando escuchaba al interlocutor, midiendo la modulación de los labios de éste. Hablaba con un ligero acento entre galaico y extremeño, propio de la tierra fronteriza de Zamora de la que procedía. Rodaba un poco las erres y añadía un cierto tono nasal a la dicción. Era una mente clara, ordenada y metódica. Exponía, analizaba y enjuiciaba. Parecía hombre acostumbrado a manejar esquemas mentales y a navegar entre coordenadas matemáticas. Tenía una ancha y extendida cultura en la que se adivinaba a ratos el enorme esfuerzo hecho por el autodidacto, que se ganaba un modesto salario en el cuerpo de Correos para subvenir con él sus gastos de las carreras universitarias. Pienso que Hegel y Nietzsche, con Fichte, las páginas del Diario de Santa Helena, Sorel y Heidegger habían sido, acaso, sus lecturas extranjeras favoritas, y que el Quijote, al que dedicó un prodigioso ensayo a los diecinueve años, junto con Unamuno, Ganivet, Costa y Ortega y Gasset eran algunas de las fuentes en que abrevó primordialmente su ansia de lector español. En aquellos meses que yo le vi por vez primera, estaba preparando el manifiesto original de las JONS para ensayar el lanzamiento de una agrupación política que aceptase las directrices que en el semanario se manifestaban. Confiaba en los jóvenes. Creía que a ellos —estudiantes y obreros— había de dirigirse especialmente el esfuerzo de captación. La República era, a su juicio, anacrónica en sus planteamientos ideológicos formales que acabarían siendo devorados por la presión de las masas, socialista y comunista. En ese difícil terreno, pensaba él que sería preciso dar la batalla. Arrebatando al marxismo la bandera de la revolución social para darle un contenido de signo nacional inequívoco frente al internacionalismo de los otros. Pienso que ahí estaba la clave de su originalidad política. Y también en haber elegido los dos movimientos populares existentes en el cuerpo social —el carlismo y el anarquismo— que consideraba más profundamente auténticos y entroncados en la raíz celtibérica de la raza. El carlismo como protesta armada del patriotismo tradicional y de las viejas y autóctonas formas de vida hispanas y el anarquismo como reacción primitiva, y un tanto bárbara, a los abusos capitalistas del sistema liberal y como cauce espontáneo y libertario de la idiosincrasia española frente a la tiranía burocrática de las internacionales obreras. Era un interlocutor rápido y sugestivo. Hablé con él durante muchas horas en almuerzos íntimos que celebrábamos en la cervecería alemana de la calle de Zorrilla. Las ideas de Ramiro eran brillantes y bien acabadas, aunque él mismo dudaba de la viabilidad táctica de su propagación en aquellos momentos de torrencial pasión política. Contaba con escasos medios materiales. Yo mismo le proporcioné algunos, acudiendo a mis amistades bilbaínas, aunque muchas de ellas no lo conocían, ni entendían muy bien qué era aquello del nacional-sindicalismo. Al semanario sucedió una revista doctrinal, pobre de presentación, pero abigarrada de contenidos diversos. Otro local de reunión fue entonces un piso de la calle de los Caños que yo solía visitar en mis breves viajes a la capital y donde conocí a nuevos amigos y seguidores de Ramiro que ya se había fusionado con las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica que fundara casi simultáneamente Onésimo Redondo en Valladolid. Ramiro había utilizado en sus primeros mensajes un símbolo heráldico que representaba la huella de la garra del león encerrada en un sol y que recordaba, en su disposición, el pendón de alguno de los viejos valles navarros pirenaicos. Pero un día apareció el dibujo del yugo y de las flechas sacado de tantos testimonios de nuestra arqueología histórica, traído por Juan Aparicio, que era entonces un joven delgado de morena tez, ojos meridionales penetrantes, que había cursado Derecho en la Universidad y oído algún comentario sobre esa simbología de Fernando de los Ríos, granadino como él. Era grato conversar con Ramiro pero no era fácil negociar con él. Yo no acepté la disciplina de su organización aunque le prometí y conseguí apoyos sustanciales. Mi posición era coincidente en algunas cosas pero discrepante en otras. Además, en mi actividad política en Vizcaya y en los comicios electorales, no podía desprenderme de mi condición, públicamente mantenida, de monárquico y de mis contactos con quienes dirigían desde Madrid aquella tendencia. En virtud de ello, y dentro de una total independencia para mis movimientos, fui una especie de colaborador por libre de la naciente organización enviando incluso algunos pequeños trabajos a la revista política. Cuando en 1933 nació la Falange, con el ímpetu y la expectación que le comunicara la relevante personalidad de José Antonio, yo me permití aconsejar a Ramiro que tratara de buscar un entendimiento con él, para evitar fraccionamiento y dispersiones en un sector que alimentaba muchas esperanzas, pero que contaba todavía con escasas realidades. No fue rápido, ni cómodo, el convencer a Ramiro de esta negociación. Se oponía a ella por razones doctrinales que entendía debía salvaguardar y que, a su juicio, correrían riesgo de anulación en la hipótesis de un acuerdo de fusión entre ambos movimientos. Yo intervine como mediador en varias de estas conversaciones entre Ramiro y José Antonio, hablando después a solas con cada uno de ellos, con ánimo de limar asperezas y superar divergencias personales. Los contactos se iniciaron ya, a fines de agosto de 1933, en San Sebastián. Ramiro —recién salido del penal de Ocaña— me pidió que buscáramos un lugar de encuentro con José Antonio y quienes entonces le acompañaban en su intento de fundar la Falange. La entrevista se celebró en uno de los hoteles de San Sebastián que da a la Concha. Almorzamos juntos, José Antonio, Ledesma, Valdecasas y Ruiz de Alda, prolongándose la sobremesa hasta casi las seis de la tarde. Hubo mutuo recelo desde un principio y mayor reserva y casi mutismo sobre algunos extremos por parte de Ramiro, que tanteaba visiblemente a sus interlocutores. Éstos hablaron de la inminente aparición pública del nuevo movimiento político que ellos habían de acaudillar como triunvirato fundacional. Se hablaba entonces de la probable disolución de las Cortes y de la caída del Gobierno Azaña a cuya nueva etapa se esperaba para gozar de un mayor margen de libertad expresiva. Debo decir que mis recuerdos me inclinan a pensar que la intransigencia estaba más veces del lado de Ramiro que del lado de su interlocutor. Eran en realidad dos tipos humanos muy diversos. José Antonio era un gran señor andaluz, mundano, elegante, ingenioso y de una irresistible seducción personal. Ramiro era un hombre de las orillas del Duero, montaraz, autodidacto, de humilde extracción, introvertido. No voy a relatar aquí los muchos y contradictorios laberintos que tuvo aquella larga negociación que culminó en el acuerdo de febrero del 34. Sólo resumiré lo ocurrido diciendo que José Antonio aceptó prácticamente todo el contenido doctrinal de la tesis del sindicalismo nacional y buena parte de su simbología y liturgia. Al acto de fusión, celebrado en Valladolid en marzo siguiente, acudí desde Bilbao con un grupo de amigos. Ramiro estaba satisfecho de su discurso, extenso, sistemático y muy aplaudido. A la salida hubo incidentes bastante graves con los grupos armados de la juventud socialista. Por qué aquello duró solamente unos meses —hasta enero de 1935—, en que se volvieron a separar Ramiro, con varias personalidades de su grupo, de la Falange joseantoniana, es problema intrincado al que no fueron ajenos, a mi parecer, elementos que trataron, desde la unificación misma, de sembrar el mutuo receló y la sospecha entre dos hombres que en definitiva luchaban por una causa común aunque hubiera importantes matices tácticos que los diferenciaran. La ruptura fue acogida con alborozo indisimulado en el campo adversario y quizá también en algún sector de la derecha conservadora al que en el fondo todo aquello molestaba y parecía perturbar para el logro de otros objetivos puramente reaccionarios y defensivos. Ramiro vino a Bilbao a relatarme lo ocurrido y me pareció inútil tratar de rehacer lo que irremediablemente se había consumado. Me habló de sacar un semanario, La Patria libre, y de sus apoyos sindicales en Barcelona que procedían en gran parte de antiguos militantes de la CNT. También me confió su idea de publicar dos libros de diverso alcance y contenido pero obedientes a un mismo contexto. Un discurso a las juventudes que resumiera sus reflexiones doctrinales y sirviera también de exhortación a la actividad política. Y una pequeña historia crítica de lo sucedido en la trayectoria del movimiento jonsista y en las relaciones y fusión con la Falange hasta el momento de la ruptura. Le expuse los riesgos e inconvenientes que tenía un trabajo de esa naturaleza en que naturalmente muchos detalles habían de permanecer inéditos y que, aun así, sería explotado por el adversario con la intención que se supone. Mas él seguía firme en el propósito, aunque ocultando su nombre bajo el seudónimo «Roberto Lanzas», solución un tanto ingenua teniendo en cuenta lo reducido del cotarro en que aquellas discordias se movían. Al cabo de unos meses, creo que a fines de junio de 1935, me llamó Ramiro desde Madrid para proponerme encontrarnos en Burgos. Quería enseñarme algunos trozos originales del Discurso y varios capítulos del otro libro, titulado provisionalmente¿Fascismo en España? Nos citamos para el sábado siguiente. Entonces no existía eso que hoy se llama el «tráfico» en las carreteras. Subí en solitario desde Bilbao por Orduña y llegué a la puerta del restaurán en que nos habíamos de encontrar a mediodía. Al poco tiempo llegó Ramiro, enfundado en una cazadora de cuero con una boina calada hasta las cejas y gafas de motorista, cabalgando una Royal Enfield de escandaloso petardeo. Había sufrido, meses antes, un accidente que le amputó una falange del dedo índice derecho. Pasamos en seguida al comedor —no éramos ninguno de los dos, gentes de aperitivo— y comenzó la conversación. En una carpeta traía parte de los originales de sus obras pendientes y me las dio a leer, ilustrando su contenido con apostillas y comentarios. No creía que su intento aislado de La Patria libre tendría probabilidades de éxito y comprendió muy bien que las preocupaciones políticas de aquel extraño período cedo-radical en el que las veleidades y caprichos del presidente Alcalá Zamora protagonizaban la marcha de los gobiernos, estaban lejos de sus iniciativas y proyectos. Pero seguía confiando con ciega fe en que sus postulados esenciales, lo que él había aportado como pasto espiritual a un gran sector juvenil, darían inevitablemente sus frutos en una u otra coyuntura cuya predicción le parecía arriesgada. Eran las dos, cuando el almuerzo terminó. Me propuso dar un paseo y como las calles no eran apetecibles, subimos en mi coche hacia las ruinas del viejo castillo, entonces abandonadas a la invasión vegetal y a la desolación. Mirando a la ciudad, con San Esteban al pie, las agujas góticas de la catedral a la derecha y el caserío arracimado en torno, el horizonte se adivinaba con limpios perfiles que llegaban a la crestería de la Sierra de la Demanda y al cerro de San Lorenzo, con nieve todavía. El campo estaba verde, de trigo en agraz y la colina de Miraflores renovaba su arbolado, dando escolta al monasterio. Nos sentamos en el suelo de hierbas altas. Y hablamos sin cesar hasta el anochecer. Han pasado casi cuarenta años de aquella conversación. Y sin embargo yo recuerdo casi literalmente la escena, la voz, los términos, de mucho de lo que Ramiro dijo. Si lo traigo aquí, a esta breve silueta, es porque entiendo que ayuda a completar el perfil humano de aquel buen amigo mío. Ramiro, que nunca había salido de las fronteras, salvo un breve viaje a Lisboa a visitar a Onésimo Redondo, exiliado temporalmente en aquella capital, tenía una aguda conciencia de que lo europeo, es decir, lo que se adivinaba como inevitable en el viejo continente, condicionaría la entera problemática española de los años siguientes. Las apariciones sucesivas del nacionalismo revolucionario y juvenil en Italia y Alemania y el claro signo antimarxista de ambos movimientos le parecían síntomas inequívocos de una gran conmoción europea próxima. «La guerra será irremediable», me repetía. Confiaba poco en la resistencia militar de los anglo-franceses por considerarlos mal equipados, ideológica y psicológicamente, para aguantar la eventual embestida fascista. Curiosamente, subestimaba a Norteamérica, a la que consideraba lejana y desinteresada y sacudida por una grave crisis económica interior, lo que a su juicio la encerraría en el aislacionismo. El enigma soviético le preocupaba sin atreverse a pronunciar un juicio sobre su definitiva alineación en caso de grave conflicto, inclinándose por suponerle una neutralidad expectante. Es sorprendente que un hombre como Ledesma, ajeno a la diplomacia activa y a la política internacional que en aquellos años apenas contaba en nuestras polémicas interiores, salvo esporádicamente durante la conquista de Abisinia por Italia, tuviera tan absorbente interés por los grandes problemas exteriores y tan certera intuición en considerarlos interdependientes del porvenir nacional. A cada momento subrayaba sin embargo su discrepancia con el partido italiano y el nacional-socialismo alemán. Pensaba que Mussolini no había logrado atraerse a las masas trabajadoras y que las corporaciones eran fórmulas de atrincheramiento burgués para evitar la auténtica transformación social que él propugnaba. Más le impresionaba el nacional-socialismo alemán, cuya capacidad revolucionaria juzgaba auténtica como basada en la violencia y en los mitos de la sangre y la raza, encarnados por el Reich germánico. Pero no dejaba de ver la forzosa limitación que una ideología excluyente por naturaleza había de tener para proyectarse fuera de esas mismas fronteras raciales. Tenía un radical escepticismo sobre las soluciones inmediatas interiores. Habló con gran respeto de José Antonio cuyo talento y personalidad admiraba y me insistió una y otra vez en que después de la ruptura la Falange había recogido, sin excepción, el contenido entero de sus ideas jonsistas primitivas a pesar de la oposición de muchos. Pero, a su juicio, la gran oportunidad se había perdido después de la revolución de 1934. Aquello era, según él, la coyuntura más favorable que había tenido el movimiento de intervenir activamente, incluso insurreccionalmente, en la lucha política, atrayendo a las filas de los que hubieran asaltado el Estado, buen número de jóvenes oficiales que a juicio de él, se hubieran comprometido en la intentona. Abandonado el propósito, por otras tácticas distintas, se había desdibujado la presencia de la Falange en la escena política de la República y si otra coyuntura se presentaba —quizá por la amenaza de una nueva revolución de signo marxista— la presión de la derecha atemorizada exigiría un mando militar que lo absorbería todo dentro de su órbita específica. Temía que, entonces, se diluyeran las metas de la ambición originaria y que la burguesía triunfante daría un tinte atrozmente reaccionario a la situación, incluso efectuando concesiones verbales a determinadas liturgias por considerarlas útiles para atraer a la juventud. Veía en su obra el fallo de su trayectoria formal, dispersa, con la ruptura sobrevenida, y la consideraba desorientada, por falta de horizontes concretos en los que trabajar políticamente. Pero tenía, en cambio, viva conciencia de haber sembrado con fruto una ideología con aportaciones novedosas y semántica bien acuñada. No le importaba haber sido precursor aunque el curso de los acontecimientos le hubiera arrebatado el timón de la organización. Seguía escribiendo y leyendo sin cesar: Filosofía alemana. Política francesa. Era un perpetuo y aplicado inquiridor y le satisfacía que el interlocutor lo acompañase en el itinerario de sus divagaciones intelectuales. Me habló finalmente de su familia, de la que apenas yo sabía nada. De sus hermanos, de su pueblo natal, de un tío médico al que guardaba agradecimiento por haberle ayudado en sus primeros pasos. Años después, conocí una carta de Ramiro a ese pariente en que revela una entrañable disposición hacia el afecto de los suyos, «el grande y bello regazo familiar». En esa misiva dice también que sus ansias eran saber lo más posible y simultáneamente comprender. «No podré nunca arrepentirme de haber empleado mi tiempo en saber y comprender. De aquí ha de partir mi obra futura, guiada por esos dos verbos, como dos faros en la noche de tormenta.» Bajamos del castillo hacia la ciudad, cuando ya los fulgores del sol de junio se escondían tras la línea horizontal de la meseta que cortaban los erguidos chopos del Arlanzón. Recogió Ramiro su moto y se enfundó en la zamarra de cuero. Nos abrazamos fuertemente y salió por el puente, camino de Madrid. No nos volvimos a ver después de este largo y apasionado diálogo que fue también, sin saberlo, nuestra despedida. Capítulo extraído del libro Así los he visto, Ed. Planeta, Barcelona, 1975, pp. 71-80

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