NO PARAR HASTA CONQUISTAR. CUENCA NUNCA SERÁ LO QUE MERECE MIENTRAS LOS CACIQUES DIRIJAN NUESTRA PROVINCIA



lunes, 17 de septiembre de 2012

Ramiro Ledesma y la Iglesia Católica






La Iglesia Católica y su interferencia con la Revolución Nacional.

Antes hemos aludido a la necesidad de abordar el tema del catolicismo, y sus interferencias con la empresa política y revolucionaria de las juventudes nacionales. El tema será todo lo arduo y delicado que se quiera, pero hay que hacerle frente y obtener de él consecuencias estratégicas.
La Iglesia puede decirse que fue testigo del nacimiento mismo de España como ser histórico. Está ligada a las horas culminantes de nuestro pasado nacional, y en muchos aspectos unida de un modo profundo a dimensiones españolas de calidad alta. Es además una institución que posee algunas positivas ventajas de orden político, como por ejemplo, su capacidad de colaboración, de servicio, si en efecto encuentra y se halla con poderes suficientemente inteligentes para agradecerlo, y suficientemente fuertes y vigorosos para aceptarlo sin peligros.

Parece incuestionable que el catolicismo es la religión del pueblo español y que no tiene otra. Atentar contra ella, contra su estricta significación espiritual y religiosa, equivale a atentar contra una de las cosas que el pueblo tiene, y ese atropello no puede nunca ser defendido por quienes ocupen la vertiente nacional. Todo esto es clarísimo y difícilmente rebatible, aun por los extraños a toda disciplina religiosa y a toda simpatía especial por la Iglesia.

Ahí termina la que podemos llamar declaración de principios de la revolución nacional con respecto a la religión católica. Pensar traspasarla en un sentido o en otro desfigura totalmente la victoria nacional, y hasta la pone en riesgo y peligro de no ser lograda.

La empresa de edificar una doctrina nacional, un plan de resurgimiento histórico, una estrategia de lucha, unas instituciones políticas eficaces, etc., es algo que puede ser realizado sin apelar al signo católico de los españoles, y no sólo eso, sino que los católicos deben y pueden colaborar en ella, servirla, en nombre de su dimensión nacional, en nombre de su patriotismo, y no en nombre de otra cosa.

Ello por muchas razones: una, porque se trata de una empresa histórica, temporal, como es la de conseguir la grandeza de España y la dignidad social de los españoles. Otra, que evidentemente pueden colaborar también en tal empresa gentes alejadas de toda disciplina confesional. Y otra, que es una empresa que la Iglesia católica misma ni intenta, ni debe, ni se le permitiría emprender.

Pues no se olvide que la revolución nacional quiere y desea descubrir un manojo de verdades españolas, tanto de índole nacional como de índole social, que puedan y deban ser abrazadas por parte de todo el pueblo, sin posibilidad de crítica ni disidencia. Nosotros sabemos que la vida histórica de España está pendiente de la vigencia de ese manojo de magnas e indiscutibles cosas, garantizadoras de su unidad moral y de su cohesión. Precisamente, la revolución nacional tiene su justificación en la ausencia contemporánea de esas unanimidades en el espíritu de nuestro pueblo.
Algún día la unidad moral de España era casi la unidad católica de los españoles. Quien pretenda en serio que hoy puede también aspirarse a tal equivalencia demuestra que le nubla el juicio su propio y personal deseo. No. Ahora bien, ocurre asimismo que sólo bajo el signo de la democracia burguesa y parlamentarista, es decir, sólo bajo la vigencia de un régimen político demoliberal, podría España vivir o malvivir sin solidaridad nacional profunda, sin unidad moral.
La tarea de crearla, de propagarla, de imponer coactivamente sus postulados es una de las finalidades históricas, la más alta, de este momento, en que asistimos sin ninguna duda a la ruina y a la decrepitud irremediable de aquel sistema, a la imposibilidad de que rijan la vida española instituciones sin fe, espectadoras e incrédulas.

Fe y credo nacional, eficacia social para todo el pueblo, pedimos. Pues sabemos que sólo así dispondremos de instrumentos victoriosos, y que sólo así no caeremos en vil tiranía imponiendo a todos su obligación nacional y su fidelidad a los destinos históricos de España. En nombre de la Patria y en nombre de la liberación social de todo el pueblo, no nos temblaría el pulso para cualquier determinación, por grave y sangrienta que fuese. Sí le temblaría hoy, en cambio — y haría bien en temblarle —, a la Iglesia para una decisión coactiva sobre los incrédulos.
La revolución nacional es empresa a realizar como españoles, y la vida católica es cosa a cumplir como hombres, para salvar el alma. Nadie saque, pues, las cosa de quicio ni las entrecruce y confunda, porque son en extremo distintas. Sería angustiosamente lamentable que se confundieran las consignas, y esta coyuntura de España que hoy vivimos se resolviera como en el siglo XIX en luchas de categoría estéril.

España, camaradas, necesita patriotas que no le pongan apellidos. Hay muchas sospechas — y más que sospechas — de que el patriotismo al calor de las Iglesias se adultera, debilita y carcome. El yugo y las saetas, como emblema de lucha, sustituye con ventaja a la cruz para presidir las jornadas de la revolución nacional.

Ramiro Ledesma Ramos, Fragmento de "Discurso a las juventudes de España", 1935.

No hay comentarios:

Publicar un comentario